Supongo que realmente siempre se me dieron bien las despedidas. En contra de toda creencia, parece que mi extinción se pliega y provoca una noche luminosa. Fuegos de artificio para mi memoria. Una cantidad exacta de pólvora que no deja rastro visible del camino de vuelta. Somos animales de costumbres. Llevo años viéndome crecer en todas esas direcciones en las que sólo tiene cabida mi necesidad de sombras de un solo tenedor. Relojes a menos diez, minutero sin sol de mediodía.
Me gusta amontonar y guardar todo ese puñado de tickets que se sublevan rugosos, tintando mis manos, en ese cajón donde al cerrarlo desaparecen todos esos recordatorios de fechas y valores que me asquean. Ese perfecto cajón donde es imposible encontrar nada. Ese cajón que sólo destierra. Ese cajón que espera con hambre. Ese cajón que sabe que se quedará vacío dentro de unos años.
Hace mucho tiempo no era así. Hace tanto tiempo que ni tan siquiera puedo dar una forma específica a mi tintero y sus divagaciones de papel, de tachón y volver a empezar. Antes me esforzaba por hacer unas letras fáciles de leer. Cada vez tengo menos ganas de perfilar con esmero. Imagino que las devociones, también, se transforman. Lo único que ilumina en esta vida, son las ganas que pongamos en iluminar. Todo lo demás, son situaciones que no nos pertenecen y que pensamos que nos acogen. No puedo evitar buscar la armonía desde esta distancia tan necesaria. Para mí, todo esto, no deja de ser un clavijero donde buscar la tensión idónea que me haga tocar las notas adecuadas. Todo esto va a una velocidad que no es ni rápida ni lenta. El problema es cuando miras atrás y ves un montón de años y puertos a los que aún no has llegado.
A veces me quedo en silencio. Me gusta mi silencio. Estar tranquilo. Fumar una pipa sin más intención que la de fumar. También me gusta reír. Y lo que más me gusta es hacer a mi hijo reír. Nos miramos y nos vemos tan parecidos. Supongo que el sol tiene su nombre, el de mi hijo. Los dos amamos los astros nocturnos. Pasiones generacionales que nos hacen bestias. Animales de corazón. Animales que sienten la nostalgia de sentirse algo solos.
Cuando no siento ganas, cuando algo me pesa como para no sentir ganas, es cuando presiento el fuego y sus crepitares sordos. Brizna de papel surcando el cielo de cualquier playa del sur. Una búsqueda llameante de lenguas de sal. Adioses gloriosos a retales de vida que consumen el oxígeno de mi noche. Relojes a las y diez. Un nuevo salto en el tiempo con un cuerpo cada vez más viejo. Imagino que envejecer es tener la oportunidad de saber quién eres, conocer el cajón del destierro y tener clavijas que afinen las canciones que tocas.
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Capítulo decimonoveno de «El vuelo de las moscas».