Estampida

El fin del mundo tiene tu nombre, tu noche infinita. Sábanas en estado de sitio, madrugadas de soliloquio y esta obsesión por la cuenta atrás. Cuento los mares que se secaron entre mis dedos. Sedimento de sal marina. Tragar saliva. La memoria se precipita en la cara oculta del corazón, en todas esas briznas que se dispersan en el horizonte.

Miro a las estrellas. Meteoros. Estampida.

El adiós es tan rápido que la memoria sueña su particular despedida.

Devorar como derecho legítimo. Gritar. Partir la balanza como bálsamo de las heridas. Una vela henchida al viento, un espacio finito en todos estos dientes que muerden la intimidad de esta bandada de pájaros.

Cielos. Muchos cielos. Mucho ángel caído sin vientre en el paladar. Estoy loco. Perdí mi nombre en las maletas. Mudanza, líneas divisoras y tanto enojo que de sentido al sinsentido.

Mirar al horizonte por si veo una silueta, una palabra que cruce el umbral de mis estrellas. Un silencio. Quizás si me extingo pueda lloviznarme en la pradera. A veces tan solo eso, tan solo lluvia.

A veces me imagino, sobrevolando por encima de las nubes, dejándome caer como estrella fugaz. Un deseo, una desintegración. Al final, todo sigue. Los sabores cambian, los sabores se quejan.

Despertador. Otro espacio. Mucho suelo. Y yo tan solo pienso en mi cielo.

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