Nocturnidad

El mar siempre ha gozado de una nocturnidad propia de los animales. Azulado en su lejanía y oscuro en el secreto de su intimidad, de su entraña.

Bucearlo es cruzar el umbral de lo inquietante. Una soledad tan viva y oculta que sientes que te puede devorar cualquiera de las bestias que lo habitan.

Sentirte invitado en la extrañeza de lo ajeno. Saber que todos los miedos que navegan en la panza del mar no tienen que ver con él, tan sólo contigo. Es la rivalidad de lo pequeño. Es el mero hecho de medir menos que un océano lo que convierte a los mares en impredecibles. Esto es lo que, realmente, los hace bellos.

Se iluminan desde dentro, desde rituales lejanos en el tiempo.

Ser pequeños conlleva la rabia de la supervivencia. La vida por la vida. la salinidad de la memoria. El renacer de mi sombra en este lecho de voces. La luz de mis ojos, el cielo de su oleaje. Crestas en las olas como crines de caballos salvajes.

Paisajes marítimos. Obnubilado con el rumor que divaga en la orilla.

El mar siempre llama a sus hijos, a sus planetas errantes. Saber de mi noche, de nuestra noche. De la finitud de nuestro cuerpo. Pequeños. Salvajes. Impredecibles. Nada escapa a la erosión de nuestras manos.

Escucha. Escúchame. Tengo mareas en todos los rincones que bordean mis costillas.

Mira. Mírame. Si, realmente, puedes verme; significa que reconoces el mar que nos une.

Memorias marítimas que giran en el ritual de la corriente.


Capítulo trigésimo primero de «El vuelo de las moscas».

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