Aquel mediodía cruzábamos las vías del tren, nos gustaba mirar ese firmamento con un camino lejano. Soñábamos con trenes que nos llevaran a lugares exóticos. Tierras perdidas donde el filamento de las bombillas se viera como un ritual. Sabernos lejanos y perdidos.
Llevábamos nuestros cigarrillos, ese tesoro que nos hacía importantes. Ese paquetito de Winston que dividía la inocencia y la madurez a cada calada que respiraran nuestras ganas de vida desconocida.
Aquellos años, estaban los caminos repletos de jeringas en el suelo. Cada vez que cruzábamos los matorrales, al otro lado de la vía, sentíamos el miedo de clavarnos el beso de Medusa, esa mirada de piedra que podría catapultarnos al mismísimo infierno.
Esas eran nuestras tardes de verano. Nuestros sueños de niños. Nuestros pitillos que rajaban el pecho.
Fueron los años de nuestra particular escotilla a un nuevo mundo. Presurizados, desperdigados en un espacio inocuo donde la última palabra nos dividía, nos hacía frágiles. Siempre uno de nosotros, sistemáticamente buscaba cerrar las bocas a cal y canto. Quedar por encima, cueste lo que cueste. Rivalidades. Eternidades. Tormenta de arena. Aprendizajes que compartían la última palabra como legado de estirpe.
Saddam Hussein comenzó la madre de todas las guerras, con la certeza de la última palabra. El odio se alimenta de odio, Kuwait se llenaba de miedo en su noche y los intereses de todos abrían en apetito voraz. La guerra da mucho dinero. El hambre llena muchas bocas.
Sentía que el tabaco no me daba nada más allá. Seguía siendo un niño y veía que el mundo se abría como bestia. Mirar a tu lado y ver que los trenes son sólo metal. Que nuestras palabras se alimentaban de palabras, de odio contenido, de todas aquellas últimas palabras. Ego. Sólo puto ego. Quería partir la tarde y sacar sus gajos repletos de rabia.
En aquel momento. En aquel exacto momento pude mirarme. Pude ver en mi lengua todas aquellas letras heredadas, toda esa necedad vacía de contenido. Allí estaba yo. Apagando el pitillo y volviendo a casa. Nunca volví a aquellos matorrales secos de agosto. A esas vías de tren que giraban sin sentido.
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Capítulo decimoctavo de «El vuelo de las moscas».
Palabras llenas de sentido que conmueven, que nunca te dejan indiferente…
Talento escrito
Muchas gracias, Angie. Me alegra mucho ver que te gusta. Un abrazo.
No entiendo de poesía, me pasa como con el vino, me gusta o no.
En este caso me he bebido la botella y he vuelto a mi adolescencia.
Gracias Dani
Muchas gracias Ignacio. Lo importante es disfrutar de ese vino. Un abrazo.