Era un soleado día de mayo. Ese tipo de días donde las moscas se vierten en un sueño preñado de alas. Radiografías filiformes. Nervaduras.
La ropa sobre la cama anunciaba un sábado distinto. Una comunión, la de mi primo. Zapatos de domingo, camisa blanca y esos pantaloncitos cortos un poco por debajo de la rodilla que me hacían sentir tan estúpido. A veces miraba sus innumerables rayas, absorto, desprendido en ese sinfín de líneas que no iban a ninguna parte.
Me miré al espejo. Silencio. Mi piel siempre ha sido blanca, en mis brazos las líneas; innumerables rayas azuladas que caminaban al epicentro de mi pecosa piel.
– Venga niño que se hace tarde.
Me sudaba la piel con esa cadenita de oro. La Virgen. Me sentía extraño con ella y con toda esa carga emocional que jugaba entre mis dedos. Por otro lado, si que es cierto que morder la cadena me hacía quedar extasiado con el olor de mi saliva al contacto con el oro. Era una hermandad profunda que me abría a mí, me sacaba del cuerpo para olvidarme de ese sonido del motor del Renault 7 de mi padre.
Mientras caminábamos a la iglesia mis familiares me hablaban. Me acariciaban el pelo, pero por qué cojones a todos les daba por meter sus dedos entre mi pelo. Conforme más me despeinaban más les incitaba a tocarme el pelo, sin pedir permiso. Mis manos buscando las caderas de mi madre.
Mi abuela pensaba de mí que era tonto porque siempre observaba. Porque no hacía lo que se espera de un niño. Mi madre sólo musitaba que yo era educado. Por eso no era como los demás.
Mientras tanto las moscas. Buscando el oasis de una maravillosa mierda de perro en la que reposar el vuelo.
De las cosas que más me han gustado de siempre es la del olor del incienso. Conexión directa con algo que no sé qué es, pero me pierde. El silencio de las iglesias me da paz. Esas estancias altas y enormes que no pueden dar el calor del hogar, pero sí el del alma. Ser una partícula que pertenece a un conglomerado de sentidos y quehaceres, un sistema resiliente que se basa en el polvo. En el sistema digestivo de la vida. Todas esas motas de polvo que asoman en los rayos de sol, en esos rayos que se cuelan por puertas y ventanas. Esas motitas de polvo que persiguen la asimetría de la vida, la matemática perfecta que vive en la vida y que no podemos ver.
La homilía siempre me ha facilitado ese sentido opiáceo que me hacía comulgar con pensamientos imposibles que precedían al cuerpo de Cristo.
Las guitarras anunciaban la felicidad y el júbilo de los nuevos militantes. Todo eran risas, abrazos, festejo. Me fui al lado de una puerta de salida. Junto aquella jamba se veía todo de otra forma. Para cuando me quise dar cuenta, me rodeaban los niños de la celebración y el padrino, mi tío Manolo. Mi tío metió su mano en el bolsillo y lanzó unos cuantos duros y pesetas al aire. Cayeron como una lluvia de meteoritos, golpeando el suelo. Todos los niños y niñas se tiraron a recoger el dinero. Se lo quitaban los unos a los otros y mi tío…
– Venga Dani coge dinero.
Me agaché y recogí dos duros. Exactamente dos duros. Me quedé mirando la mano. Seguidamente vi a los niños y niñas que hacían el recuento de la cacería. El sol caía, las motas de polvo. Otra vez esas motas de polvo. El sol me cruzaba la cadera y yo me sentía desubicado. Pantalones de rayas interminables, zapatos de domingo y dos duros como fin de fiesta.
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Capítulo segundo de «El vuelo de las moscas».