Aquel año seguíamos inmersos en la borrachera del bienestar. Vibramos resplandecientes, como estrellas del firmamento, en la socorrida espuma de la ignorancia. Ese gel de mala calidad que resulta apoteósico por su parentesco olfativo a melocotones recién cogidos. Estábamos en los años del “yes we can”, del me compro un piso con interés variable y un coche para los domingos. Nos sentíamos ajenos a aquellos rumores que nos mostraban la boca del declive, los dientes de la pobreza. El mal olor de las encías repletas de un sarro, provocado por el exceso de la inconsciencia.
Quería ser padre. Cambié de trabajo. Adopción internacional. Papeleos que acogían papeleo. Notarios, apostillas, euros, muchos euros. Los países del este nos abrían las puertas a lo que entendíamos que era la familia. Presupuestos, créditos personales, pensando en futuro con mi particular hipoteca de presente. Buscaba raíz, una tierra donde descansar los pies, hacer un hogar con trocitos de madera. Sentir que aprendí del legado que entregaron mis padres a mi despiste de compañías y soledades. Replicar en menor grado en la escala richter. Es lo malo de las versiones, que conforme más se repiten menos proporción de originalidad albergan.
José Luis Rodríguez Zapatero pronunciaba su discurso de investidura en el Congreso de los Diputados. Fue aquel viernes del 11 de abril de 2008. Me quedé pensando un buen rato en aquel discurso y en partes de su contenido. Entiendo que un Presidente del Gobierno debe dar solidez al futuro pero me sonaba raro. Algo no me cuadraba en aquel arco de años. Dijo lo siguiente:
“La España de 2020, la de nuestros hijos, nos exige que les preparemos desde ahora con un nivel de excelencia para que puedan entenderla, disfrutarla y dirigirla. Esto significa educación, formación, investigación, infraestructuras, energías limpias y compromiso contra el cambio climático”.
He de reconocer que a día de hoy sonrío desde la nostalgia, desde la empatía a un discurso de prosperidad y crecimiento pero, con la experiencia de todos estos años donde nos hemos dejado azotar, donde decidimos ser rebaño para apostar por el vaso de leche.
Aquí ya sabemos que se rescatan las autopistas con dinero público, pero que hay que seguir pagando para pasar por ellas. Conocemos de todos esos suicidios de personas que no querían ser desahuciadas por permitir que la banca, como en el Monopoly, siempre gane. Aceptamos los 60.000 millones de euros que el Banco de España admite que no recuperará tras el rescate de los bancos. Esos bancos que embargaba casas provocando toda esa espiral de sufrimiento, de muertes, de tensiones policiales, de vecinos arruinados que no exoneran su deuda con ese rescate. Aquellos años, donde permitimos que la xenofobia durmiese en nuestras manos sedientas por la frustración, por la desolación de sentirnos estafados por todos estos “estados de derechos”, donde la vida vale poco.
Cortinas de humos, aceptación. La culpa no es mía. Me dejé llevar. Confianzas ciegas. Derechos, deberes. Ausencias. Silencio.
No pasa nada. Siempre tendré una cerveza bien fría que devore mi garganta y relaje mis humos. Mis intolerancias y mis demonios de cuchillo y tenedor.
Pienso en cómo cambió todo en tan poco tiempo. Como dijo el poeta, cuando la pobreza entra por la puerta el amor salta por la ventana. Qué habrá sido de aquel niño o niña que nunca conocimos en aquella lejana Rusia. Qué habrá sido de ti, que te marchaste por la puerta de atrás. Qué sucedió en nuestra cabeza, la de los herederos de los legados antiguos.
Pienso en el discurso de Zapatero. No se ha cumplido nada. Absolutamente nada. Han pasado doce años y planeamos como gaviotas buscando pescado en el mar. Otro mar repleto de recesión y plástico.