Recuerdo esos años como si hubiese pasado toda una eternidad. Misal y laicismo convivían en la tregua pactada de un profesorado que vivía bajo el esplendor de aquel nuevo gobierno. Viejas glorias se mezclaban entre la muchedumbre y los derechos de ese socialismo que caminaba hacia Europa, en ese encuentro con el Estado del bienestar.
Jamás olvidaré a “Don Francisco”. Le gustaba agarrar por las patillas y acercar su apestoso aliento a la cara. Hacer de la amenaza un camino hacia las matemáticas. Aún recuerdo su nariz, repleta de finas venas rojizas que recorrían parte de su cara hasta desembocar en aquellas gafas de cristales gruesos. Dientes amarillos y ese perpetuo cigarro que marcaba el punto y aparte. Hacer del ordeno y mando una forma de vida, todo un atentado a la infancia. Imagino que debe ser duro ver como tu entorno cambia. Ver como los derechos comienzan a florecer a tu alrededor como la mala hierba. Francisco se devoró desde dentro.
No encontraba un lugar donde bajar la guardia. El instinto primitivo de un animal perdido entre aquellas aceras de los años ochenta. Esquinas firmadas con la decadencia de esa droga que diluía familias. Eran agujeros negros que todo lo absorbían. Veros desaparecer. Sin despedidas. Sin historias. Una parte de mí, admiraba vuestra muerte. Vuestra estrella fugaz. Aquella luz titilaba rompiendo la madrugada en su última expresión.
Papeles geométricos en las paredes de casa. Sala de estar de mesa redonda con vasos duralex de color marrón. Siempre existió algo allí que me robaba la respiración. Buscaba siempre aquellas ventanas del salón, donde el cielo parecía estar al alcance de la mano. Mi casa, también, vivió su propia transición entre una nueva forma de ver la vida y el pesado legado de manos que hablaban más que la boca.
Aquellas estrellas se elevaban en el firmamento. Miles de kilómetros entre mis pies y la luz de su menguante corazonada del pulso. Mis raíces eran oscuras y profundas, repletas de polvo. Una bestia parida en tierra de nadie. Un crisol vertiendo la soterradas voces que decidí apagar en el estruendo de tus brazos. Saturno devorando a sus hijos, la sexta del sordo se crecía en el odio de tus manos.
Me preguntaba cómo sería vivir entre brazos que acogieran esas noches de vigilia. Cómo vivir más allá de las paredes de casa. Cómo sería respirar aire sin plomo. Cómo jugar más allá de todas aquellas historias que yo mismo me guisaba y me comía. Mientras tanto, aquellas estrellas se elevaban en el firmamento. Con esa ausencia de contenidos. Sólo miraban en la perfecta métrica que me conectaba a su origen.
Aquellos dioses se odiaban a sí mismos. Se perdieron entre responsabilidades y todas aquellas vidas que sabían que ya no vivirían. Mantener un formato por encima de cualquier formato. Respetar el ideal de aquellos colegios cristianos que tanto sufrimiento abrieron en las consciencias insurgentes de toda una generación. Rebeliones mitigadas por aquellas normas impuestas que no dejaban vivir. La sumisión genera tanto odio.
Siento que ma faltan tantas partes de aquellos años, como trozos que me sobran. A veces miro mis manos, buscando aquellas estrellas que se abrían entre el plomo.
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Capítulo vigesimocuarto de «El vuelo de las moscas».
No me canso de leerte.
Escribes espectacular
Magnífico como siempre, los que vivimos esa época sabemos de qué hablas. Puede ser que hasta yo conociese a ese maestro que nos relatas.
Muchas gracias, Alberto. Un abrazo.