Los días pasan. Son olas repletas de sal y vida marítima que erosionan la costa, que devoran milimétricamente la impertinencia de la roca. Todo un sistema relacional donde el agua reclama lo que le es propio con la sutileza de la espera, de la persistencia.
Una persistencia cíclica donde el tiempo es el factor determinante que todo lo transforma.
El agua siempre se mueve a su antojo, creando desiertos donde la consciencia oceánica es el anhelo de toda esa aridez.
Nosotros somos agua y tenemos lenguas de sal, un sistema vibracional puramente marítimo. Sentimos desde la erosión, gravitamos alrededor de un código de conducta donde se guardan nuestros nombres, nuestras manos.
Hendimos con nuestras lenguas de mar la piel, las palabras; desertizamos con el olvido y buscamos en el cielo el siguiente movimiento. Ser lluvia, ser nube, ascender, precipitarnos para volver a subir.
Siento que el antojo del agua nos pesa en nuestro día a día. Nos hace olvidarnos de todos los matices de la pura vida que habita en las aguas someras.
Desatendemos, dejamos de dar valor, normalizamos, vagamos a la impermanencia. No me doy cuenta y dejas de ser especial para mi. Es como el punto de inflexión del actual deshielo de la Antártida. Un espacio de no retorno donde todo se transforma sin posibilidad de regreso.
Es curioso, tenemos más fotos del planeta rojo que de la zona de inhabitabilidad de nuestra Antártida. Siendo la burla el hecho de que Marte es aún más inhabitable. Ni tan siquiera está nuestro alcance.
Los aspectos más insignificantes son los que más abismos generan.
Darte cabida en tus palabras, en tu presencia, en el lenguaje de las manos, en la mirada que tanto cuenta. Darte tú lugar supondría dejar de ser agua, permitir a la costa perdurar en el tiempo, dejar de explorar el cielo.
Quizás lo más bonito sea dejarnos desaparecer, verternos en otra costa y reproducir un ciclo infinito donde de ti sólo quede un desierto de consciencia oceánica.
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Capítulo trigésimo de «El vuelo de las moscas».