La noche viene siempre repleta de hambre, de voracidad compulsiva. Carne y silencio.
Hoy me toca mirar a las estrellas, esperando una señal, un mensaje fortuito que me haga salivar.
Íbamos siempre los tres a comprar. Aquella gran superficie se abría colmada de deseos. Calculadora, precios, sumas trepidantes intentando no sobrepasar el límite previsto.
Simiente de no excederte ni un ápice. Costumbre matemática. Le sumas cuatro y te privas tres.
Siento en el paladar el límite algebraico que nos planteaban siempre las circunstancias, que rodeaban nuestra estela de números, restas y divisiones.
Los días pasaban en una suma procesionaria que se vertía en un corazón cargado de multiplicaciones, de posibilidades que culminaban en una lengua empapada y hambrienta.
“Menos es más”, “si breve dos veces bueno”, “yo les aseguro que un rico difícilmente entrará en el Reino de los cielos. Se lo repito: es más fácil que un camello pase por la aguja, que un rico entre en el Reino de lo cielos” (Lucas 18:25)… demasiadas restas para comprar el consuelo.
¿Hasta qué punto se filtra la resta en el cielo de la boca?
Me gustaría conocer todos los lados de la costumbre, la sudoración polimorfa de una idea sin medida.
¿Cuál es el fin último de una condición?, ¿cuál sería el resultado matemático de la palabra completo?
Quizás mis restas sean tu sueño, quizás mis sumas pertenecen a otro concepto. Tal vez, hablamos idiomas distintos porque nuestras reglas matemáticas presentan varianzas.
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Capítulo trigésimo segundo de «El vuelo de las moscas».