Supernova

Esa mañana de mayo vivíamos las horas desde la distorsión de la ruptura. Mis primos y yo dejábamos ir el silencio como barco que busca deriva en un mar de sales nocturnas. Nunca olvidaré el sonido de la Biblia y las manos de aquel cura. Cruz dibujada en aire. Saliva tragada con el impulso del silencio.

Mis insectos y yo asistíamos al próximo nacimiento de una supernova. El día de la madre. Allí estabas tú, desligando la consciencia, apresurando el camino que divide la vida en esos parajes que transitan de aquel lado donde no abarcan las manos. 

Entiendes que envejeces, cuando tu familia trasciende la vida y sólo habita en la memoria, en los olores, en todos esos lugares que nos vinculan a la infancia. Sólo podía mirarte protegido tras mis gafas de sol. Bajo el marco de la puerta de tu cuarto. La distancia perfecta que me diera la fuerza que necesitaba para entrar a tu habitación. Mis manos olían a combustible, llegué con la ropa del trabajo. Colores corporativos atendiendo las prisas de las circunstancias. Te miraba, me perdía en tu miedo, en el pulso de tu incomprensión con la toma de consciencia de todo lo que estaba pasando. Una mezcla entre sentirse observado y no querer ser protagonista. Simbolismo, creencia, tierra a la tierra, polvo somos y en polvo nos convertiremos. Un mar de aguas oscuras y tranquilas, de marineros que vagan decididos a buscar un puerto al sur de sus vidas. 

Te recuerdo a lo lejos, cuando íbamos todos a la playa. Cuando te avergonzabas al mostrar tu piel tersa y blanca, cuando nos reíamos y tomábamos aquellos bocadillos de atún con tomate. Recuerdo tu mirada vigilante, nuestro faro en tierra. 

Di un paso al frente y entré. El cura desapareció tras sus invocaciones de cielo. Sólo te acompañamos unos pocos. Pude verlo, la precipitación de tu gesto, la caída de un muro que levantaba un polvo asfixiante. Decidiste marcharte, dejando una estela de lluvia de estrellas. Todos se rompieron y yo me quedé quieto. Mirándote. Intentando contener al corazón de mi padre, a los brazos de tu hijo. En medio de una gran nada que abarcaba los pies.  Tu piel era marmórea, de sudor frío. Un toquecito amarillo. Como cuando el sol de la tarde desaparece tras las montañas de mi tierra. Tus dedos eran como pasar las manos por el agua, sin resistencia. Me costó vestirte, quitarte los anillos, sacar aquellos aretes de las orejas. Tenía que ser yo. Al que de inicios le costaba entrar, el que hiciera aquellas tareas. No lo pensé, hay cosas que salen solas. Una memoria ancestral que se vierte y te lleva. 

Te llevé a hombros, como a una virgencita de nuestra Semana Santa. Portando parte de nuestra historia.

Aquella playa, llena de conchitas y piedras redondeadas. Salitre. Jugábamos en la orilla, nos mecíamos  en nuestras aguas con el sabor del domingo. Sólo queríamos reir. Allí estabas tú y aquellos ojos vigilantes. Nuestro faro en tierra.

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Capítulo décimo de «El vuelo de las moscas».

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