Tan diminuto

Aquella mañana todo me parecía tan pequeño, tan diminuto, que el mismísimo silencio que nos esperaba en la calle no dejaba lugar a que pensáramos en otra cosa. Los europeos podíamos disfrutar de nuestra guerra en la televisión y España se abría paso en el panorama internacional el 20 de marzo de 2003. Todo aquel odio que creíamos que no iba con nosotros nos explotó en los telediarios de todas las cadenas. Si, aquella mañana abandoné mi punto nostálgico, ese pedazo de inocencia que azotaba las urnas desde mi mayoría de edad.

¿Recuerdas el color de los cohetes en la noche estrellada de Irak? Los veíamos verdosos hacer frente al corazón, volando en su alegato a la miseria, a nuestra miseria. Al hambre de muerte y dinero que unos pocos procesan en su particular religión. Yo los recuerdo, sentía la frustración de mi sangre, no pude ni apretar los dientes. Ni tan siquiera pude apretar los dientes. Planchaba en silencio, tenía que ir a trabajar, tenía que dar de comer a mi Estado, a esa gorda máquina de matar que me arrojó a otro tiempo. Mientras tanto, el silencio aplastaba su cara en las ventanas como niños hambrientos de dulces que no pueden comer en aquel país de los poetas muertos.

A veces, muchas veces, las mayores exigencias comienzan con afirmaciones de dudosa existencia. Afirmaciones que precipitan en creencia, en el suicidio colectivo de lo que soñábamos que era un estado de derecho.

La pasión, el miedo a lo desconocido. Todos aquellos artilugios estaban en perfecto estado, en armonía y sincronizados con el latido de aquella noche. Si, se abría el vértigo y la responsabilidad de trazar un mapa; una futura ruta para los valientes que atravesarían el cielo tras mi estela. Podía oír al corazón, la respiración de mi cielo, el miedo escorado de aquella particular noche de los tiempos. Dejaría atrás al pan caliente, la sopa de fideos, las mañanas de despertador, mi inadaptada forma de dar abrazos, mis ganas de formar parte; el calorcito de los brazos de mi madre. Soñaba, soñaba deprisa con todas aquellas cosas que me vincularan a un espacio primigenio donde sintiese mi razón de ser. Sobrevolar, distancias inimaginables, ver las nubes por encima de las nubes. Hacer desaparecer las semanas y mis ganas de viernes. Me pasaba desde pequeño. Sentir que vienes de otro lugar, como si tu cuerpo mirase al cielo buscando en el abrazo de un astrolabio, las insondables travesías del alma. No es desmerecer tu lugar, es buscar tu comienzo.

Allí estaba yo, con aquel casco de astronauta. Una cacerola con un sinfín de utilidades. A veces, miraba el televisor, esperándolo. Alguna noticia suya sobre cualquier cuestión necesaria para el viaje. Crecimos con el amigo Stephen Hawking, con aquellas revelaciones que se abrían paso entre la cotidianidad de los días. Éramos bestias que mirábamos al cielo, a la noche estrellada con la firme creencia de encontrar respuestas.

Sin embargo, aquella mañana no podía apretar los dientes. Mi cielo quedó preñado de voces, de gritos, de aquellas malditas luces que devoraban la tierra con la malparida promesa de una jauría política que abanderaban y engordaban sus carteras. Me sentí sólo, estafado. Asquerosamente estúpido. Se cayeron de un plumazo mis ideologías en aquella madrugada. El sueño grasiento de aquellos cerdos, hacían de nuestras calles arterias saturadas.  Un sistema partido de raíz.

A veces me despierto pensando en ellos, en ellas. En aquellas personas que libraron con sangre las calles de nuestra Málaga, de nuestro país. Mi abuelo llevaba una escopeta. No sabía utilizarla. Siempre me contaba que no quería matar. Nunca olvidaré cuando me contaba aquella historia. “Pepe no dispares, soy tu vecino de calle “la vitoria”, no dispares”. Así pasaban sus días, buscando alivio en alguna manta que mitigara la humedad de nuestro mar. Que los devolviera a un vientre materno en el que la muerte no es una opción de vida. En el que la valentía se buscase en otro lugar que no tuviese como destino la decisión que te han obligado a tomar. Todos aquellos niños que cogieron fusiles, que tenían sueños. Que nos dieron lo que entendemos que es la libertad. Todas aquellas personas que nos llevaron a las urnas de los derechos.  A veces me despierto pensando en ellas, en ellos. En los mendrugos de pan, en las hortalizas como tesoros de vida. En onzas de chocolate, en pantalones rotos. A veces me despierto y pienso. “¿Qué nos ha pasado?” No estamos a la altura de aquellas niñas, de aquellos niños que lo dieron todo. 

 
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Capítulo sexto de «El vuelo de las moscas».

 

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