Salida a menos tres

– Oye Dani, mañana quiero ir a ver a mi amiga Belén.

– Genial.

– Por cierto, Dani.

– Dime.

– Que no quiero volverte a ver nunca más.

Nos miramos. No recuerdo bien que estaba cenando. Tan sólo nos miramos. Necesitaba encontrar en aquella cara un atisbo de broma. Una mueca traicionera que sugiriera una encerrona pesada. Nos miramos. No encontraba nada. Sólo sentía el frío que se desprendía de su cara. Lo que si pude ver, fue la satisfacción de haber conseguido el valor suficiente como para decir algo que cuesta. Ese punto de partida sin retorno, sin caras B, sin planes. Imagino que este tipo de circunstancias, cuando las piensas, son siempre asépticas; controladas, con un minúsculo porcentaje de error.

Te sientes ajeno, apartado de todo un ideal en fracciones de segundo. Sentir que no podrás recuperar una parte de ti, porque todo quedó depositado donde no alcanzan las manos. Donde la fe se siente más torpe que los dedos. Extirpado.

No encontraba mi lugar, una habitación donde sentir hogar. Una respuesta clara, un resquicio donde liberar mis noches de insomnio.

– Pero, ¿qué ha pasado?

– Te mandé señales.

Soles de fieltro, salida a menos tres. Estas botas se calzan sólo una vez. Palabras que comen palabras, sonrisas que guardan la noche. Estrellas que trazan un abismo nacido en mi marzo. Un abril de aguas mil, de cigarros que queman los labios, de manos al viento queriendo ser viento. Nunca supe del abandono que fondeaba tus costas de silencio y bitácoras errantes. Sólo pude ver la tierra de tus pasos, tus maletas sin abrir, la guerra fría que visitaba al niño que se abría en mi pecho de hojalata.

No supe qué decir, sólo buscaba en la agenda del móvil algún oasis, una tierra de nadie, una tierra de todos, una casa para el asilo político de los buenos días, un lugar donde tener justificado el ser un extraño; un extranjero de libro, de cámara de fotos, de diccionario y frases típicas. Mientras tanto tú, te ausentabas en el ritual de las buenas noches, del cepillado de dientes, de los propósitos de enmiendas, de la cama con esas sábanas de pelitos que nos regaló mi madre. No encontraba a nadie con el que tener la confianza para escapar de casa, una persona con la que no tuviese que hablar de los retales de mi cajón de sastre.

No quería que me vieses llorar, que empatizaras con lo que allí perdí. Que me enviases a mayo sin una libreta donde escribirme. Que me tuvieses la pena que se le brinda a los perros callejeros. No quería que me vieses partir, que me olvidase mis tinteros y el gramaje de aquellos papeles donde se contaba mi vida.

Tan sólo necesitaba un junio de noches de jazmín, de playas desérticas entre mis costillas y la palmas que habitan mi cielo. Una textura tibia donde perder la razón de los años y no tener un presente colmado de futuro. Quererme en los azares de las decisiones que se meditan tan sólo en el trayecto de un segundo, ese segundo donde mis horas pasan tan lentas. Quería esas crestas de olas abiertas como libros, expectantes, sin caída organizada. Ser el agua que habita en la sal. Crecer bregando las olas, como esas doradas salvajes que huyen del cuchillo y tenedor.

Recuerdas tu lugar cuando te lo arrebatan.

Tardes de pasillos evitando el contacto de nuestra ropa, buscando paredes que recogieran nuestros ojos. Hacer del trayecto que separaba la cocina del salón una guerra santa donde la absurdez se riera de nosotros. Ser punto y aparte en este dictado de normas y suposiciones. Conjugar la gramática del presente y exponer el pasado como espacio vinculante. Sentir mi día al margen de abogados que no conocen mi historia, nuestra historia. Tener en cuenta números, hacer del álgebra la patrona de las causas perdidas. Justificar las horas perdidas con papeles que documenten la quiebra de los beneficios, gana la banca. Escribir mails interminables por aquello de que ahora, más que nunca, las palabras no se las debe llevar el viento. Justificaciones, hacer de lo natural una interminable interposición de deberes. Vivir en boca de otros, desesperar en artículos y apariencias.

Al final puedes verlo. El desorden, los dolores de cabeza, el aparente odio, mantiene unidas sustancias que no tienen que ver. Es una especie de pegamento que todo lo puede. Aceite y agua coexistiendo en un lugar indeterminado. Personas unidas por pleitos, por aquello de que en ausencia de amor, nos vale la guerra. Miedo a desaparecer, a convertirte en extraño. A cruzarte por una calle y mirar para otro lado. A saber que dejas de ser importante. Motas de polvo suspendidas en ese pasillo sin aire que conectaba la cocina con el salón. Planetas opuestos que no dan los pasos necesarios para ser errantes.

Quebré, deshice todos los puentes que mantenían los pulsos. Aquella mañana me desperté sabiéndome libre. Estrella fugaz en un cielo implacable. Me entregué a mis manos, a todo aquello que me diera el sonido de la voz, de mi voz.

———
 
Capítulo séptimo de «El vuelo de las moscas».

 

 

 

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