Hay un punto que nunca alcanzo, lejano, kilométricamente vacío. Es como si yo fuese más grande que mi propia oquedad. Una porción de inexistencia, un matiz remoto en el paladar que se hace pleno en mi cabeza.
A veces me gustaría seguir andando en la certeza de no mirar atrás, en el camino que no volverá a ser más que polvo en mis pies. Arder más allá del fuego, iluminar mi noche, prender ese faro que se funde en la costa.
Me da tanto miedo dejarme morir que el corazón me late en espanto, en serranía repleta de leyenda, de hojas cobrizo y castaños. Hay algo que no encuentro.
Algo que me hace mirar estrellas, contar las aspas de un ventilador que transita invariable el techo del cuarto. Hay un punto que nunca veo, que se que existe porque me pertenece, que no aborrezco porque no me ha dado tiempo a odiarlo. ¿Qué pasaría?, ¿qué pasaría si mi saliva inundase mi costa callada?, ¿qué luz marcaría vuestro camino?
A veces creo que me falta aire porque respiro demasiado. Siento tanta sed en mi desértico océano, que me abren maderos repletos de velas, de vientos que empujan la mayor a otros mundos.
Siempre se me ha dado bien hospedar, siempre he sido un huésped de mierda.
Todas vuestras reglas me molestan. Me incomodan. Las dejo atrás de mi sonrisa. Verme lejano. Siempre verme en el espejo con la cara mojada de agua fresca. No hay mayor deseo para un desierto que verse repleto de agua poblada de vida.