Aquel verano soñábamos con lluvia, con desterrar la desértica apariencia de nuestras calles. La boca falta de saliva, las manos sobradas de sudor y el abismo de nuestro pecho con su particular sedimento de carne. Me crecía en la tarde, menguabas en la noche. Un malentendido con mucho inicio y poco fin. Matemáticas con resultados aclarativos. Cuando los números hablan, las sensaciones se atrapan con los dedos. El único punto de encuentro eran las soledades que soñaban con inviernos, extensiones inabarcables de aquel blanco donde todo moría. Nos sentíamos tan bien en aquel apartado tan desconocido por la vida, que se nos hacía extraño cruzarnos en lo cotidiano.