Barquillos azucarados

Siempre se me dio mal conocer el momento adecuado. O comenzaba demasiado pronto o dejaba marchar ese instante que hubiese sido un recuerdo memorable. Es como si mi tiempo no sincronizara con la enormidad que me rodea. En mí siempre hay un exceso, ya sea de pasión, ya sea de ausencia de la misma. Moldeamos. Nos moldean. Relojes a lomos de corazones de arritmia y sal, que buscan el sonido que sobra con las manos. Haciendo una incansable percusión que cansa tanto como el peso de los sentimientos que no se encuentran. Dejar correr mis latidos. Púlsares atravesando una galaxia tan interminable como los ritmos que se pierden piel adentro. Me gustaría conocer tu canción. Conocer esas notas que chorrean piernas abajo y me llevan a la tierra, no para morir sino para brotar. Crecer sin canción pero con un silbido que se alimenta de aire, en este métrico zumbido que me aleja de los pies. 

Éramos una jauría, una plegaria de vida corriendo en el patio de ese colegio cristiano que tanto esfuerzo costaba a mis padres. Siempre comía esos barquillos azucarados que me hacían decirme “será el último, ya no puedo más” pero siempre había alguno más escondido en los pliegues de la bolsa de plástico. Jugábamos a buscar una casa donde no ser pillados. Elegimos el color rojo como salvaguarda. “Venid, venid aquí, hay rojo en los pantalones de maricón”. Se agarraban a mí. No entendía muy bien por qué no les gustaba aquellos pantalones de corte puramente inglés. Altos de cintura, de tela a cuadros, de banda de rock incomprendida. Cambio de ritmo. Esta canción quizás tenga demasiada audiencia. 

¿Has visto alguna vez desaparecer a una estrella? Algunas de esas remotas luces murieron en los albores de nuestra estirpe. En esa flagrante impermanencia, en ese majestuoso cambio de ritmo. Me gustaría mucho oír tu canción. Verte desaparecer en el cielo, en la tempestad de ese cielo que poco entiende de música. Silencio por romper con palabras. Palabras por no saber aceptar el silencio. Decisiones como el olvido de esa canción que desaparece tras el verano. 

Quiero dejar a mis índices señalarme el camino. A veces me siento como una estrella muerta que sigue arrojando su luz en este espacio abierto donde todo se pierde. Necesito saber si en esta antigua caja de música sigue quedando aquella voz que me hablaba de renacimiento, de arte, del amor a uno mismo a través de sus manos. 

———

Capítulo vigesimotercero de «El vuelo de las moscas».

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *