Las partes que me dividen transitan un punto, un epicentro incandescente que todo lo mueve. Un lugar apacible donde se oye la hierba crecer. Un espejismo de formas aleatorias, un orilla interminable que se vierte desde los pies hasta la finitud de las palabras.
No sabría definir un origen, darle un lugar. Parece que hay cuestiones que la memoria no puede ubicar, darle un nombre, un lugar. Conmigo siempre ha convivido ese espacio para el desencanto, ese trozo de esperanza que se crece y separa caminos. Una realidad alternativa donde pueblan proyectos, alabanzas y una interminable lista de deseos, que no ven más luz que la que se pliega en mi mesita de noche.
Tenemos esa extraña necesidad de esperar algo. De pensar en una respuesta a nuestras palabras. Es como si el altruismo dependiese del amor propio.
Aquel tiempo en Argentina, me sirvió para reencontrarme con aquella belleza decadente. Un café acompañado de agua con gas. Una editorial clandestina. Reivindicaciones. Casas ocupas. Disquerías donde dar unos tragos. Jazz en directo. Labios en busca de labios. Tendencia poética del olvido. Mañana será otro día. Yo me bajo en Corrientes. Y como dijo Sabina, ¿quién coño me ha robado el mes de abril?
Necesidades, yuxtaposiciones, fábula y día que borraba la noche a la velocidad de un lavado de cara.
Había momentos en que buscaba en las orillas del río de la Plata mi faro. A veces aparecía entre los pliegues de aquellas noches. Imponente. El faro de Trafalgar, a una distancia medida en cuartas. Espejismos, raíces.
Me gusta sentir tu orilla, tu vida reflejada y fresca. Dejar los pies a su libre albedrío, respirar el salitre de tu beso. Me gusta pensarme desde todas esas partes.
En ese punto de decepción, en esa insatisfacción, que nace cuando esperáis algo de mi. En ese lugar, es donde yo habito.
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Capítulo quinto de «El verano de las lombrices».