Madrugada del 29

No sabría decir si todos aquellos minutos entre contracciones, me parecieron largos o cortos. Aquellas consultas al reloj me arrojaban a un lugar donde los pensamientos se difuminaban entre pulsaciones, respiraciones, silencios, miradas. Manos que buscan manos, brazos que rodean la vida. Allí estabas tú. Transformada. Habitada por ese lenguaje ancestral que abría tu piel en aguas someras. No podía dejar de mirarte. En tu soledad. En tus caderas jadeantes. En la divinidad de tu rostro. La vida tomaba forma, inundando cada rincón de nuestros dedos. Esa pequeña bestia, que te acompañaba desde la raíz, desde esas costas vacías, se crecía en oleaje. 

Pude sentirlo. Rebasé todas aquellas palabras. Me entregué a nuestra madrugada. Allí estaba yo. Sin nombre. Sin edad. Sin miedo. En mi soledad. Iluminado desde tu vientre. Sincronizando el corazón con tus brazos.

Teléfono, matrona, semáforos, espejo retrovisor, mujeres abriendo el alma.

Y allí estaba él. Nos miramos. Nos separaba aquella incubadora. Nos miramos. Con mis deditos replicaba el sonido de un corazón en aquel plástico que nos dividía. Nos miramos. 

Estábamos a unos minutos de olernos. De nuestro piel con piel. De la razón de toda existencia. Llegaste. Era como estar en una interminable orilla, donde los pies se hunden en la arena arrastrada por el oleaje. Devorado por la inmensidad de tus dedos, de tu aliento. Decidiste descansar en mi pecho. Decidí ser la arena de tu playa. 

Tuvieron que pasar horas para recuperar mi nombre.

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Capítulo decimocuarto de «El vuelo de las moscas».

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