Zapatos azul marino, de punteras gastadas, de grietas y un minúsculo veteado blanco que contaban sus horas de uso. Siempre me han fascinado las vueltas y giros de los cordones. Todo un ritual de destreza y sonido seco. Siempre se me ha dado fatal deshacerlos. Por sistema, terminaba cortándolos.
Me daba asco madrugar para ir al colegio. Peine mojado y la pretensión, frente al espejo, de mostrar algo de belleza; algún rasgo distintivo que hablase de mi noche. Un diccionario interminable de pecas que acampaban en mi cara.
Mañanas legañosas, senderos, calles repletas. Una colmena atestada de manos obreras, de almuerzos bajo el brazo. Autobuses, colegio cristiano y la vieja guardia hambrienta de carne fresca.
Aquella mañana estaba muy contento. No podía pensar en otra cosa que no fuese el cometa que cruzaría el cielo. Como un secreto que se desliza entre los labios, así te abrirías paso entre las estrellas. Anduvimos esperando un cometa que cambiase el color de nuestro día. Halley siempre acude puntual a su cita.
Enterrados en palabras, en propósitos de enmienda. No me frustro contigo. Me frustro conmigo. Resulta más simple y menos doloroso alimentar el odio y los sueños que abrirse pasa a ese lugar donde estarás bien. Reforzamos creencias, compartimos errores y vacío, por aquello que dicen que el mal de muchos es consuelo de tontos. Sé qué pasos debo dar. Conozco mi camino.
Tan sólo diez días más tarde, Pripyat agonizaba en radiación. Este asteroide no venía del cielo, este nos reventaba desde dentro. Europa se ensombrecía bajo una enorme nube tóxica. Se hacía pequeñita. Todo lo que se siente grande se asusta en igual medida.
A diario pienso en mi cometa. En su memoria gravitacional, en el asombro de sentirse pequeñito más allá de su enormidad. Me pregunto si a ti, también, te pasa eso de sentir todos los días iguales. ¿Y si nosotros fuésemos tu cometa?, ¿y si fuésemos tu anécdota? ¿Conoces los pasos que debes dar para cambiar tu rumbo? Permíteme una pregunta: ¿se puede cambiar de rumbo?
Aquel 1986, la Voyager 2 se acercó a la gélida soledad de Urano. Una realidad contemplativa que nos cuenta, que para conocer nuevas tierras hay que dar un paso más allá.
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Capítulo vigésimosexto de «El vuelo de las moscas».