Balizas

Siempre, al despertar, me gusta leer las noticias. Intento volver a la realidad entrando de lleno en esta parrilla de títulos que alimentan miserias. El coronavirus adelanta victorioso a todas las versiones del día. La industria farmacéutica prepara su golpe maestro, una inyección cargada de miedo que deje volar una estampida imparable de millones de euros.

Portadas de cuarentena y desolación. Trajes sellados, asepsia. Miedo al miedo y primeros casos en España. Pequeñas señalizaciones que quedan en la cabeza, latentes, stand by de nuestra histeria colectiva. Diminutas balizas que despertarán cuando llegue la solución. Protocolos, profesiones y colectivos de alto riesgo. Polos derritiéndose, viejos virus renaciendo de su paréntesis glacial. Sólo ha sido un pestañeo. La tierra se agita como perro quitándose pulgas. El fin del mundo llenará de dinero los bolsillos de siempre.

Nueve de febrero. Resfriado. Me pregunto por qué nunca consigo dormir más allá de las siete de la mañana. Esta puta franja horaria que domina mi vigilia.

Siguiente noticia. El cambio climático. Cedeño, Honduras. Desde hace unos años, el mar devora imparable: viviendas, negocios, el día a día de los primeros habitantes del nuevo mundo. A pesar del vídeo todo queda lejano, como esas balizas que quedan latentes. Nuestro consumo no terminará hasta que estemos metidos de lleno en esa vorágine de inexistencia.

Siempre nos sentimos distintos. No puedo evitar reírme cuando pienso en él. Javi me contó su sueño. Ese sueño. Eran otros tiempos, nos vamos a los finales de los noventa. Nuestros primeros trabajos, nuestras metas pendientes. Nuestros interrogantes. Preguntas sin respuestas que desde siempre nos unieron.

Todos corrían. Todos miraban al cielo mientras se acercan el resto de planetas, desafiantes en su silencio, en su dedicación de muerte. En el beso constelado de nuestros corazones. Un zumbido inabarcable, la consciencia del fin. Todos corrían, no podían parar de huir a ningún sitio. Nos miramos. Sonreímos. Nos miramos lento. Siempre supimos contarnos con la boca cerrada. Sacó unos cigarros. En ese sueño. Un par de pitis que nos sabrán a gloria. No está mal acabarlo todo con unas caladas. Poco a poco nos fuimos quedando solos, como esos restos de espuma que permanecen un tiempo más al borde del desagüe de la bañera. Burbujeantes, victoriosos en la derrota. Ese chasquido de mechero, papeles ardiendo, hojas de tabaco. Una mirada más. Nos tumbamos. Siempre me imaginé su sueño rojizo, un festín plúmbeo que centelleaba en aquellas calles que quedaron solitarias. La Plaza de la Merced. Nuestra plaza. Nuestra identidad. Noches de botellón y risas.

Nos tumbamos. El cielo tenía esa belleza de lo decadente, ese olor a madera antigua que nos transportaba a la infancia. A nuestras calles repletas del plomo de aquella gasolina que nos comía desde dentro. Ese olor como canción de cuna. Marte. Marte en su particular nostalgia de la guerra, se brindaba cercano, fulgurante, apoteósico. Abrían la noche. Aquellos planetas abrían la noche. Siempre supimos disfrutar de nuestro particular fin del mundo.

Nueve de febrero. Dos mil veinte promete ser un buen año.

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Capítulo octavo de «El vuelo de las moscas».

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