Solía pensar en todo eso de manera recurrente. La obsesión de los gatos de despertarte en mitad de la noche. Volvía a imaginarme allí. A veces, los números se repiten. Cuando los observas no paras de verlos. Es como ese coche que de repente te gusta y lo ves por todos lados.
Del otro lado estaba ella. La perdición. Siempre, siempre, siempre apostaba por ese pensamiento que salía de esa corriente de voces. Ser agua y evitar acabar en una tubería. Ser cielo y llover a tu antojo. A su antojo. La perdición sabía de mi noche. Del miedo voraz de las bestias que miran hacia el otro lugar. El pulso nocturno de la sangre en estampida.
Me gusta sentir el humo. La vorágine de vueltas, las precipitaciones del aire, la boca abierta de par en par. Fumar en pipa no deja de ser un ritual. Una obsesión más. La del placer. La lengua tiene claro los senderos que transita.
Me siento algo más libre cuando miro a la gente. Desnudo. Desde mis ventanas. Una primera planta. Muy cerca de todos. Muy lejos de ellos.
De repente volvía a mí. El deseo de la tierra. Cultivar mi hambre con olores de fruta. Un cántico de insectos poblando de vida, lo que fuera antaño una tierra yerma. Brotar. Quiero brotar. Hacer crecer la vida. Oler la mierda de las cabras y sentir que la vida se abre en forma de estiércol. Hacer de la mierda el sentido literal de la vida.
La perdición me escucha. Sabe que estoy loco. La perdición no tiene miedo, la perdición es el vientre donde fondeo. Sabe que es corazón. Sabe que la sangre sólo entiende de corazón.
Esperar en la puerta de casa. Mirando campos. Esperar nada. No saber nada más que oír la tierra crecer. Sentirla morir. Ser estiércol. La tarde pasando, fumar en ese horizonte de sucesos, en ese lenguaje cosmológico.
Quiero lavar la ropa. Jabón verde. Las manos apretadas. Quiero lavar.
Entiendes el sentido de la tierra cuando te permites ser bestia.
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Capítulo primero de «El vuelo de las moscas».