Frente a frente

La caída del muro resonó en nuestras cabezas. Las dos alemanias se miraban frente a frente y en mi barrio, nos pasábamos aquellas litronas celebrando el inicio de los noventa. Poco a poco se fueron desplomando la hoz y el martillo, el telón de acero se desmoronaba y olvidábamos la dictadura roja junto con la nostalgia de un mundo algo mejor repartido.

Aquel año, Mario Conde saltaba a la palestra asediado por escándalos millonarios. Parecía que las carreras meteóricas mostraban la necesidad del dinero de ganar dinero. De comer por comer, de quitarte a ti para ponerme yo. 1994 fue mi último año en aquel instituto nocturno. Sabía que, a partir de ahí, se dividía mi vida entre el niño que fui y la vida que se abría bajo mis pies.

Siempre fui el raro. Necesitaba tanto al irracionalismo como a la psicología como puntos de encuentro. Un epicentro que me despegaba de mi gente. Dejé de asistir a bautizos, bodas, eventos o cualquier cuestión que no tuviese que ver estrictamente conmigo. Es curioso ver cómo reaccionan las personas ante un cambio de patrón. Es sensacional experimentar un proceso evolutivo, con independencia de sus consecuencias. Al principio todo eran preguntas. No expliqué nada. Tan sólo desaparecí. Comencé siendo el molesto para terminar siendo la anécdota. Aquellos teléfonos dejaron de sonar. Diciembre, dejó de acoger a un veinticinco que albergase un almuerzo familiar.

Lo años pasaban, José María Aznar consiguió, aquel tres de marzo del 96, su victoria en las elecciones. Jamás olvidaré aquella noche. Estaba cenando con Pablo. Nos miramos. Sabíamos lo que aquello suponía. Aquella música partidista resonaba en la pizzería. Haciendo de nuestras gargantas, pequeños vertederos donde dejar morir las palabras. El dinero volvía a llamar al dinero, bajo sus formas. En aquella consideración del todo vale. Ese año, comencé a estudiar psicología. Quería saber, sencillamente, por qué pensamos.

No puedo culparlos. Entiendo que, a día de hoy, no tenga posibilidad de integración. Somos animales de costumbres y, mi costumbre, fue la de no estar. Más allá de todo esto, me maravilla ver como después de veintiséis años, me siga viendo tan lejano. No tanto por mi deseo de estar conmigo, si no por el hecho de que hay mares que, sencillamente, se secan; dejando atrás la posibilidad de ser transitados. Me siento en calma. Ha merecido la pena. Aunque nunca se haya abierto ante mis pasos el capítulo del hijo pródigo.

Pienso en qué hubiese sido de mi, si me hubiese dejado llevar como brizna por el viento. No sé si hubiese sido un viaje sereno. Lo que tengo claro es que no hubiese sido mi viaje. No puedo echar de menos. A veces, me cuesta echar de menos.

Con dieciocho años me preguntaba por qué pensamos. No sé el motivo. Lo que si sé es el por qué sentimos. Sencillamente, para sentirnos vivos.

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Capítulo decimoquinto de «El vuelo de las moscas».

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